Desde las calas de Málaga hasta la islas griega de Rodas y Chipre, el Mar Mediterráneo baña los pequeños pueblos blancos que salpican su costa. El reflejo del sol en sus tranquilas aguas verdes, se mece sobre las pequeñas olas que rompen en la orilla. Esta suave calma es interrumpida por el murmullo de unos hombres que trabajan. De pie, sobre sus pequeñas barcas, recogen las redes ya vacías tras un día de pesca. 
Admirar aquel ritual es casi hipnótico. Su rutina se ha convertido en el espectáculo más maravilloso que he presenciado desde hace tiempo. Los observo desde la arena, fina y blanca, sobre la que piso descalza. Me agacho para recoger con mi mano derecha un puñado de esa misma tierra, como si así fuera posible llevarme conmigo un poco esa felicidad que siento en este momento.